PARASHAT VAIAKHEL- PEKUDEI: de los pies descalzos en la tierra al limitado espacio de un santuario

Estamos terminando una vez más la lectura del libro de Shmot con sus últimas dos parashot- Vaiakhel y Pekudei.

En ellas Moshé transmite a los hijos de Israel los detalles relativos al Santuario y todo lo que lo compone. Cada uno contribuyó con lo mejor que tenía; las mujeres tejieron el lino, los príncipes donaron piedras preciosas, aceite e incienso. El final del libro relata cómo Moshé hace un recuento de las ofrendas del pueblo para la instalación del Mishkán que se concluye con todos sus accesorios, utensilios y objetos ungidos por aceite sagrado. Los kohanim – los sacerdotes – ya poseen sus vestimentas rituales y por último una nube se posa sobre el Tabernáculo indicando que es tiempo de que la Presencia Divina more dentro de él.

Todas estas últimas semanas comentamos el empeño por la construcción de este templo móvil en el desierto. Entendíamos la importancia de circunscribir un espacio dentro de la ilimitada inmensidad del desierto para el encuentro con lo trascendente y sus rituales como mensaje de acercamiento. Sin embargo el primer encuentro de Moshé con Dios fue exactamente lo contrario.

Un desierto quizás similar, una zarza intranscendente que arde y una voz que le indica:

«Quítate las sandalias de tus pies, porque la tierra que pisas es tierra santa» (Shemot 3,5). Esta corta frase para mí encierra infinidad de sentidos.

No todo el terreno es igual, no todo lugar da lo mismo. Hay espacios que merecen no ser “pisoteados” porque la santidad está allí y a su vez ese lugar es, en definitiva, cualquier lugar o, dicho de otro modo, todo lugar posible, porque no es el suelo, la zarza o el objeto de turno lo que lo hace sagrado, sino la disposición a la búsqueda y el encuentro con la Voz que nos llama a cada uno.

Uno de los nombres de Dios es makóm – lugar, para indicar (con la dificultad de ceñir a Dios en un contexto lingüístico) que Él contiene todas las cosas, aunque Él mismo no está contenido en ninguna de ellas.

Sin embargo, esta idea tan abstracta, etérea, poética era inabarcable en la saga del desierto. Se necesitaba un espacio delimitado, como escribió el historiador de religiones:

“Cuando se entra en un templo, entra en el espacio marcado por fuera… en el que, al menos en principio, nada es accidental; todo, al menos potencialmente, exige atención. El templo sirve como una lente de enfoque, que establece la posibilidad de significación al dirigir la atención, al exigir la percepción de la diferencia.”  (En Toward Theory in Ritual)

La experiencia más estremecedora del Sinai no fue lo suficientemente perdurable en las memorias de los hijos de Israel. Necesitaban reconocer que no todos los lugares eran la misma monotonía, que había un portal por el que se podía cruzar a otra dimensión.

El Santuario se transforma en esa legítima dimensión que se hace punto de encuentro de cada uno con Dios, de lo profano con lo sagrado, de la certeza con la duda, de unos con otros compartiendo un mismo lenguaje – el ritual.

Hay un lugar, que nos permite comprender la infinitud de Hamakóm – la presencia divina. Sin embargo, hay algo sobre lo que me gustaría echar luz; este Santuario, este espacio cultual es móvil, porque JAMÁS la intención de esta construcción fue transmitir que la santidad estaba fija allí dentro.

La fijación de lo divino en un espacio y en un rito nos hace idólatras. Nos coarta la marcha que es siempre incierta, pero que nos mantiene vivos en nuestra relación con el Eterno.

De un templo móvil hemos pasado a la construcción de una obra descomunal, como el Beit Hamikdash, con todo lo que ello acarreó en la historia de nuestro pueblo. Un enclave monstruoso, fijo y “humanamente poderoso”, que terminó siendo destruido y llevándonos a todos al exilio.

Sólo la memoria de esa tienda sagrada, portada por cada una de las familias de nuestras tribus nos permitió no sucumbir ante la tragedia.

Y allí, desterrados, volvimos a construir nuestros Santuarios en casas particulares, en salones prestados, en predios abandonados… todo lugar es morada para El Lugar y lo llevamos allí donde estemos. El espacio geográfico fue siempre un referente para anclarnos como comunidad allí donde estuviéramos, un recuerdo constante de saber/querer creer que no estamos solos, un espacio donde poder dirigir la mirada, más aún en los momentos en los que a nuestro alrededor nada tiene sentido de ser mirado. Lo que nos convoca no es una localización sino lo que evocamos y hacemos en ella.

El judaísmo post-exilio aprendió a recuperar la movilidad del espacio para no perder jamás el vínculo con lo sagrado.

Quizás otras culturas, otras tradiciones, otro tiempo de la historia signada por la desigualdad social, nos ha hecho creer que somos más fuertes con edificios más visibles, que somos más convocantes con estructuras más llamativas, que Dios vive “intramuros” porque el afuera carece de su presencia…

Quiero volver a quitarme las sandalias y redescubrir los espacios sagrados como aquellos lugares en los que decido caminar y honrarlos con mis acciones, con mis ritualidades, con mis ofrendas. Para llevar al Lugar a todos los lugares y no dejarlo encerrado allí donde ya nadie va a buscarlo.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen