Un libro manchado que vamos a rescatar con nuestros relatos, nuestras voces, nuestras luchas y nuestro impulso hacia el amor y la vida.
Hoja en blanco.
Y una pregunta sin respuesta.
El día que comenzábamos nuevamente con la lectura de la Torá, es decir, relatar otra vez el sentido de la creación y avanzar desde allí a las historias de las personas que se hicieron familia y luego tribus hasta llegar a ser pueblo, en su fe en Dios y en la promesa de una tierra bendita, estalló un nuevo comienzo; el horror, la inmoralidad, el agravio, la bestialidad de la masacre del 7 de octubre.
Bereshit –el día de la alegría, de la “simjá”–, se transformó en otro comienzo; la marca de la crueldad humana más vil que hayamos presenciado en esta generación. Y desde entonces, la Torá sigue rodando en el mismo libro; Bereshit-el Génesis. La génesis del relato de una humanidad puesta en esta tierra para cuidarla y amarla, con el mandato de procrear y seguir el camino de la justicia y la integridad. Todo Bereshit se hizo añicos desde el 7 de octubre, y hoy lo estamos terminando con parashat Vaiejí.
Otra jugarreta de la ironía: Vaiejí-“Y vivió”. El comienzo de la vida termina con más vida cuando tenemos a nuestro pueblo en Israel en guerra, con familias destrozadas, con niños traumatizados por el miedo, con secuestrados de los que no hay noticias, con una morbosidad en el tratamiento internacional de los que está sucediendo, con los medios de comunicación que construyen realidades a pedido de sus propietarios y un dolor, un dolor que no tiene nombre.
Y nosotros que tenemos que decir hoy “vaiejí”. Y vivió.
Es interesante.
¿De quién se está hablando?
De nuestro patriarca Iaakov que vivió sus últimos años en la tierra de Egipto y que antes de morir expresa su última voluntad: – entiérrenme junto a mis antepasados en mi tierra, la tierra de Israel. Y así fue. Sus hijos vuelven a Israel a darle descanso eterno a su padre. Luego regresan a Egipto y quien va a morir será Iosef, quien también pide que su cuerpo no quede en la tierra de Egipto, sino que, como su padre, sus huesos sean llevados a Israel.
Dos muertes en el exilio. La misma voluntad. Volver a la tierra de los ancestros.
Desde entonces estamos explicando el valor de la tierra.
Desde entonces defendemos la vida de un pueblo al que le asiste el derecho de habitar su suelo.
Desde entonces que aprendimos a responder a la muerte con la vida.
A vendar heridas y ponernos nuevamente de pie.
A hacer de la memoria de los caídos la causa que le dé sentido a nuestra existencia.
En Bereshit nos robaron la historia de la armonía del cosmos y la alegría de recomenzar un ciclo. Y lo marcaron a fuego con el estallido del horror.
Y hoy en Vaiejí, haremos honor a su nombre.
No renunciaremos a la vida.
A la defensa de la vida.
A volver a la tierra.
A que vuelvan a la tierra de donde los secuestraron. Y los soldados a sus casas.
Y los chicos a sus escuelas. Y las familias a sus casas. Y la paz reine de una vez por todas.
Tendremos que limpiar nuestro rollo de Torá de la sangre que lo manchó en este fatídico Bereshit para en algún momento recuperar la simjá-la alegría de la Torá y su mensaje.
Dejo de escribir. Releo lo que me salió del corazón y me digo: —no podés terminar de este modo. Tengo que poder decir algo más. No puedo renunciar a la esperanza. A una visión que nos fortalezca de alguna manera para seguir de pie.
Entonces voy a la biblioteca a visitar a un querido escritor, George Steiner, con su libro “Gramáticas de la Creación”. Vuelve a la historia de Bereshit, al acto del lenguaje más sagrado que es aquel que crea, que da vida y se pregunta qué pasó desde entonces con esa gramática. Lo cito: «Cuarenta años después de Auschwitz, los jémeres rojos entierran vivos a unos cien mil inocentes. El resto del mundo, perfectamente enterado de tal suceso, no hace nada», texto que escribe en el 2011. Hoy podríamos preguntarnos lo mismo, ¿verdad?
Steiner caracterizó al final del siglo XX como un tiempo de “eclipse mesiánico” y de “regresión a una fraseología vacua” sobre “Dios”.
Esa fuerza vital, mesiánica, que nos daba el ímpetu necesario para creer que la vida tiene sentido, que hay algo bueno pasible de ser construido y de vivir en él, quedó eclipsada y que hoy en día cuando se dice la palabra “Dios”, es una forma discursiva que se vació de real contenido.
Y volviendo a la creación reflexiona diciendo que ese mismo lenguaje que permitió que el universo sucediera “termina en el antilenguaje de los campos de exterminio.”
Contando su historia personal relata el siguiente episodio: “París, 1934. Grupos de las juventudes fascistas subían por la calle frente a mi casa gritando «Mueran los judíos». Mi madre, muy asustada, quería cerrar las ventanas, pero mi padre insistió en que mirara la calle desde la ventana. Yo tenía cinco años, pero recuerdo perfectamente la frase de mi padre: «No temas pequeño, eso que ves allí es lo que llaman historia». Desde entonces nunca le he temido a la historia”.
“Eso que ves allí es lo que llaman historia”.
Y con eso que vimos allí no renunciaremos a volver a crearla. A regresar a un lenguaje constructivo. A mirar por la ventana sin tener miedo. A creer en un tiempo futuro mesiánico, con una humanidad que honre la creación y con un Dios que no sea un monigote usado para matar sino la fuente de nuestra fortaleza espiritual y nuestro respeto por cada creatura en este mundo.
Vaiejí. Iaakov vivió.
Y nosotros, a pesar de la muerte de nuestro Bereshit pactamos con la vida, siempre. Siempre. Siempre.
Jazak Jazak venitjazek-Sé fuerte, sé fuerte y nos fortaleceremos.
Así decimos los judíos cuando culminamos la lectura de cada libro de la Torá.
Hoy nos toca decirlo, como la tradición lo indica, y porque necesitamos recordarnos que son las palabras de la Torá, la unión, las buenas acciones, la promesa, la historia, la fe, el Dios lleno de contenido, el amor al prójimo, la solidaridad y la justicia, lo que nos hace fuertes.
Silvina Chemen