Cada Shabat leemos la parashá, que corresponde a la lectura semanal de la Torá, y la haftará, una selección del libro que relatan las épocas de profetas y el reinado de Israel. La temática de la haftará, de algún modo remite a lo que se lee en la Torá. Lo recuerda, lo evoca, tiene que ver con situaciones similares… pero esta semana la parashá y la haftará vienen a mostrarnos dos modos diferentes de vinculares con lo sagrado.
Podríamos decir que ambos textos, en épocas diferentes, estarían hablando de lo mismo: en Shmot de la construcción del Mishkán- el Tabernáculo o Santuario y en Melajim (Reyes), la construcción del Gran Santuario, el Bet Hamikdash.
Ambos hablan de la construcción de un espacio sagrado. En el desierto, en la época de Moshé y en Ierushalaim, en la época del rey Shlomó. Uno era móvil, de paredes de tela, otro majestuoso y fijo, de murallas de piedra.
Ambos conservaban la misma estructura, con espacios para las ofrendas, con el Kodesh Hakodashim en el centro y dentro de él el Aron Hakodesh- el Arca Sagrada con las Tablas de Piedra dentro, con sus querubines en la tapa, la menorá de oro…
Se entiende la diferencia. En el primero estábamos en tránsito hacia la tierra de la promesa. En el segundo ya instalados, la construcción de la morada divina debía ser para siempre.
Sin embargo, ese Beit Hamikdash construido por el rey Shlomó, ni el segundo, están en pie.
¿Qué nos pasó?
Quizás tengamos que ir al origen de estas dos construcciones.
Nuestra parashá se llama Trumá- ofrenda, donación. Y su nombre se debe al hecho de que Moshé instruye al pueblo a que voluntariamente dé de sus bienes para construir el Tabernáculo. Dios enuncia el ideal desde el principio: “Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda (trumá); de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda.” (Shmot 25:2).
Ante esta convocatoria, lo que sucede es la voluntad de dar y apoyar con trabajo y manualidades, a punto tal que Moshé tendrá que pedir que no donen más porque hay de sobra para lo que se necesita. Cuando convocas al corazón a dar con libertad y responsabilidad, porque la causa es noble, lo que sucede es la generosidad y la adhesión.
Apelar a la voluntad de corazón, a dar lo mejor de sí, generó consenso y protagonismo en cada uno, desde el más simple trabajador hasta el más prestigioso orfebre. Todos eran parte de esa construcción, que era Santuario, porque recibió la mejor parte de cada uno. Allí habita Dios.
El rey Shlomó tuvo la misma oportunidad. El fervor popular que conllevaría la construcción del Beit Hamikdash sería motivo de unión, de trabajo colectivo y de perpetuación. El rey, mareado con lujos y excesos, creyó que Dios mora allí donde hay obras faraónicas, desmesuradas y costosas. Y lejos de hacer como Moshé, de pedir a cada uno lo mejor de sí, recurrió a un impuesto masivo. Nuestro haftará relata: “El rey Shlomó hizo un reclutamiento de obreros en todo Israel: los reclutados fueron treinta mil. Luego los envió al Líbano por turnos, dos mil por mes. Así estaban un mes en el Líbano y dos meses en su casa. Adoniram era el encargado del reclutamiento. Shlomó tenía además setenta mil hombres que transportaban las cargas, y ochenta mil canteros en la montaña, aparte de los capataces puestos por Shlomó para supervisar los trabajos: eran tres mil trescientos hombres, que dirigían a los que ejecutaban los trabajos. El rey mandó extraer grandes bloques de piedras, bien seleccionadas, para poner con piedras talladas los cimientos de la Casa. Los obreros de Shlomó, junto con los de Jiram y los venidos de Guebal, tallaron y prepararon las maderas y las piedras para edificar la Casa.” Reyes I 5:27-32
A diferencia del Mishkán en el desierto, acá por imposición, y a la fuerza, se construyó lo que pretendía ser un santuario. Con impuestos, y cargas sobrehumanas, se construyó aquel Bet Hamikdash, que terminó atacado por los enemigos, destruido y el pueblo exiliado.
Un reinado que luego de Shlomó, se escindió. Un pueblo que se partió en dos; un Santuario que poco tenía que ver con la santidad. A pesar de sus oropeles y sus dimensiones descomunales.
Uno con voluntad de corazón.
Otro a fuerza de coacción y codicia.
Uno con la intención de congregar alrededor de lo divino.
Otro con la intención de encerrar lo divino en el poder.
Uno quedará santuario.
El otro, ruinas.
Con el primero ingresamos a la tierra.
Con el segundo, nos exiliamos de ella.
Cuántas más tiendas sagradas necesitamos en estos días. Cuántas más vocaciones, voluntades y generosidades nos hacen falta, mucho más que las grandes apuestas, los grandes nombres y grandes figuraciones.
¿Dónde está la morada de Dios?
Shabat shalóm
Rabina Silvina Chemen