Nos encontramos nuevamente con una parashá que nos vuelve a sujetar casi exclusivamente a uno de sus temas: el episodio del becerro de oro. Una marca que no se borra. Un fracaso en el transcurso de la historia. Una especie de fantasma que siempre parece amenazar con volver.
El pueblo de Israel está varado en el desierto. Literalmente. Esperando que su flamante guía- Moshé- retorne. Incertidumbre, angustia y desazón siente este pueblo que hasta hacía unos pocos días sólo sabía de rutinas esclavizantes y una vida sin más que dolor y monotonía dolorosa.
Ahora, esperando, la promesa de libertad se desvanecía. Moshé no estaba. Egipto había quedado atrás. Y la promesa de la tierra que mana leche y miel era una irrealidad.
Nuestros sabios reparan en el material con el que se construyó esta estatua cuyo motivo principal era calmar la sensación de orfandad y volver a creer en algo, tangible, dentro de las categorías que este pueblo podía sostener. Se les pide oro. Y lo dan.
Y luego, para el Mishkán, se les pedirá oro y lo darán.
Oro para el peor de los errores de este pueblo. Y oro para el lugar donde habitará la Presencia divina. Para la idolatría y para la santidad el mismo material: oro.
Y acá nuestros sabios vuelven al capítulo 12 del libro de Shemot porque el oro no es un material que abunde en el desierto y mucho menos en las alforjas de un conglomerado de esclavos.
Y entonces marcan una gran diferencia:
E hicieron los hijos de Israel conforme al mandamiento de Moshé, pidiendo de los egipcios alhajas de plata, y de oro, y vestidos. Y Adonai dio gracia al pueblo delante de los egipcios, y les dieron cuanto pedían; así despojaron a los egipcios. Shemot 12:35-36
Nuestros jajamim dicen que construyen con el oro que dieron para el becerro, el que despojaron a los egipcios. Sin embargo, el que dieron para el Santuario fue aquél que obtuvieron de buen modo.
Estos hechos, a la luz de nuestra cultura actual nos parecen una vergüenza. Sin embargo vemos que hay dos maneras de obtener lo que uno quiere.
Nuestros sabios explican que este pedido de bienes a los egipcios fue un modo de indemnización y que incluso los mismos egipcios les daban de sus riquezas para compensar el daño por la esclavitud.
Fue antes de partir, en la noche en la que ya son libres pero aún permanecen cuando ven oro, joyas, plata… y más allá de lo que piden y lo que les dan, quieren más… con desesperación creen que tienen derecho a despojar y saquear todo lo que tienen delante. No importa si les asistía el derecho…
Hay dos maneras de obtener las cosas: o lo pido (lo gano- lo obtengo), o despojo (arranco, me aprovecho) porque nada me basta, aún cuando tenga mucho.
Y esa es la diferencia en la construcción de un espacio sagrado a uno profano.
Vayamos a la vida, la de todos los días. En nuestros trabajos, en las relaciones familiares, en los espacios comunitarios o sociales, hay espacios que podemos considerarlos sagrados. Hay vínculos con son sagrados. Pero cuando sentimos que nada nos basta, que golosamente queremos más y más, y que tenemos que arrancarle al otro, a los otros para que ellos no tengan, entonces lo que comenzó como un lugar sagrado se corrompe, se profana, se contamina.
Los modos de acceder a lo que tenemos definen la fe o la idolatría, el amor o el abuso, el derecho o la corrupción.
El becerro es el símbolo del oro del despojo. Tener no para satisfacerme, sino tener para que el otro tenga menos. Tener aunque me sobre, tener para hacer daño, quitar para que el otro sufra. Así, aunque construyas el más maravilloso de los santuarios, se verá como un becerro de oro que empobreció tu vida y tu proyecto.
Hay familias con formas de becerro de oro, y también relaciones laborales y vínculos sociales…
También hay otros tantos espacios que se transforman en un Mishkan, cuando fueron construidos con lo que se obtuvo de buena fe, con conciencia, con responsabilidad tanto por uno mismo como por los demás.
La elección es personal.
Shabat shalóm,
Rabina Silvina Chemen