La semana pasada concluimos el libro de Vaikrá – Levítico, con cierto alivio por haber transitado un año más el desafío de un libro un tanto tedioso. Y llega Bemidbar, llamado también Números, cuyo nombre se traduce como “En el desierto”, porque ése es el nombre que recibe en hebreo. En el desierto esperamos encontrarnos una vez más con las historias que tanto anhelábamos prácticamente interrumpidas por las normativas del libro que lo antecedió, plagado de leyes e instrucciones rituales. Sin embargo, en su inicio nos topamos con un procedimiento; un censo.
“En el segundo año después de la salida de Egipto, el primer día del segundo mes, el Señor dijo a Moshé en el desierto del Sinaí, en la Carpa del Encuentro: Hagan un censo de toda la comunidad de los israelitas, por clanes y por familias, anotando uno por uno los nombres de todos los varones.” Bemidbar- Números 1:1-2
¿Contar personas? ¿Dios pide esta tarea? ¿Es necesario?
Rashi (s. XI) lo explicará de este modo: “Porque le eran queridos, los contó muchas veces. Cuando salieron de Egipto, Él los contó (Shemot- Éxodo 12:37); cuando [muchos] cayeron a causa [del pecado] del becerro de oro, Él los contó para saber el número de los sobrevivientes (Shemot- Éxodo 32:28); cuando vino a hacer que Su Divina Presencia descansara entre ellos, los contó. El primero de Nisán fue erigido el Mishkán, y el primero de Iyar los contó.”
Hay varios censos, dice Rashi y tiene un motivo. Los cuenta porque es un modo de decir que los quiere, que les importan, porque quiere asegurarse de que estén todos.
Y el midrash refuerza esta idea en Bemidbar Rabá 4:2:
“Una parábola: Un hombre tenía una reserva de perlas finas que solía contar antes de sacar y volver a contar antes de guardar. Así, de manera similar, Dios les dice a los israelitas: «Ustedes son mis hijos… y por eso los cuento a menudo».
Rabí Itzjak Arama (s. XV) se pregunta por qué son necesarios todos los detalles aparentemente aburridos del censo. ¿Acaso Dios no sabía el número de israelitas acampados en el desierto en todo caso? Darles cuenta uno por uno, argumenta R. Arama, sirve para enseñar que cada uno tiene un valor individual, y no es solo un miembro del colectivo. «Todos eran iguales en estatura», escribe Arama, «y, sin embargo, la estatura de cada uno era diferente».
Y esto que acaban de leer no es una contradicción.
Nos han acostumbrados a variables únicas. A miradas totalizantes. A estadísticas deshumanizadas. A mirar con anteojeras las pequeñas porciones de mundo que nos empecinamos en categorizar en segmentos absolutos; los seguros, los peligrosos, los pudientes, los que nunca llegarán, los “como uno” y los “otros.
Y este rabino español, Itzjak Arama, trae esta frase que nos corre de esta perspectiva. Todos son iguales en estatura y sin embargo la estatura de cada uno es diferente. Así es. Desde una perspectiva, somos todos iguales en estatura. Y desde otra perspectiva; la estatura de cada uno es distinta.
Es casi un lugar común decir esto, ¿verdad? Iguales y diversos, fue una frase muy usada durante mucho tiempo para legitimar la particularidad de cada uno en un contexto de igualdad de derechos.
Pero lejos estoy, y los que me conocen lo saben, de decir frases hechas vaciadas de sentido.
Acá el que manda a contarlos es Dios. Y esta cuenta tiene un mensaje.
Hoy más que nunca, cuando realidad se narra focalizada sólo de números, se pierde el trasfondo particular detrás de cada cifra. Cuando una situación social se relata a través del números de manifestantes, de detenidos, de despidos, de víctimas fatales… soslayamos la historia de las humanidades de todo lo que hay detrás de cada guarismo. Se buscan votos, se define el éxito sólo por cantidad de participantes, se funda una identidad por la suma de seguidores en redes sociales… dibujos abstractos que llamamos número homogeneizan y ocultan las particulares de todo lo que detrás de ellos sucede. Y en esta operación las individualidades dejan de ser un valor: lo que cada uno puede aportar, y por sobre todo lo que muchos necesitan.
Hoy más que nunca necesitamos recuperar otro tipo de cuentas.
Si vamos al segundo versículo de este libro en hebreo leemos:
שְׂאוּ, אֶת-רֹאשׁ כָּל-עֲדַת בְּנֵי-יִשְׂרָאֵל, לְמִשְׁפְּחֹתָם, לְבֵית אֲבֹתָם–בְּמִסְפַּר שֵׁמוֹת, כָּל-זָכָר לְגֻלְגְּלֹתָם.
En un español literal sería:
“Cuenten a toda la congregación de los hijos de Israel, por sus familias, por las casas de sus padres, conforme a la cuenta de los nombres, todos los varones, por sus cabezas…”
Hay números abstractos, asépticos, “objetivos”, exactos. Y hay números de nombres, de historias y diversidades.
Un pueblo, una sociedad, una comunidad están compuestos por estas dos estaturas: la cuantitativa que se complementa con la otra, la que nos dice los nombres, las vidas, las necesidades y las existencias de toda la variedades que conforman ese número final.
Ramban/Najmánides (s. XIII) va a decir al respecto:
“Cuando cuentes el número total de tu gente, asegúrate de no olvidar nunca al individuo: su importancia, dignidad y necesidades.”
Y quizás sea ése el mensaje de este inicio de historias del desierto; allí se alojan todas las pequeñas historias que componen este número total que se llamará pueblo de Israel.
La misma estatura para todos. Y a su vez todos de diferentes tamaños.
Habitar la igualdad y al mismo tiempo la particularidad es lo que funda una sociedad digna.
Hoy hay muchos que son sólo una estadística. Y otros, con peor suerte, ni siquiera entran en ninguna cuenta.
Si se contaran nombres, podríamos conocer rostros, historias, ideas, sueños y necesidades.
Aprendamos a contar de nuevo.
Uno a uno.
Porque somos todos iguales
Y a su vez, todos medimos distinto.
¿Acaso Dios necesitaba contarnos?
No lo creo.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.