Al final de Parashat Emor, se relata un incidente perturbador.
En el calor de una pelea, un hombre maldice a Dios y es apedreado a muerte por blasfemia (Vaikrá Levítico 24: 10-23).
Es significativo que el hombre no tiene nombre; su nombre ha sido borrado por el texto por su agresión contra el nombre de Dios. Sin embargo, se menciona su linaje. El nombre de la madre es es Shlomit, hija de Dibri de la tribu de Dan – dicho sea de paso – la única mujer con nombre propio en el libro de Levítico.
Lo que se sabe es que esta maldición usando el nombre de Dios, vino en el medio de una pelea.
Primero Moshé lo aparta y consulta con Dios lo que se debe hacer con él, y allí llega la respuesta: pena de muerte; hay que apedrearlo hasta que muera. Y la ley, en consecuencia, que dice:
וְנֹקֵב שֵׁם-יְהוָה מוֹת יוּמָת, רָגוֹם יִרְגְּמוּ-בוֹ כָּל-הָעֵדָה: כַּגֵּר, כָּאֶזְרָח–בְּנָקְבוֹ-שֵׁם, יוּמָת.
El que blasfeme el nombre del SEÑOR, ciertamente ha de morir; toda la congregación ciertamente lo apedreará. Tanto el forastero como el nativo, cuando blasfeme el Nombre, ha de morir.
Lo interesante es el término con el que se dice “blasfemo” en este episodio: Nokev Shem- נֹקֵב שֵׁם
La raíz hebrea nun-kuf-bet, significa ‘perforar,» “hacer un agujero”, “horadar”, es decir que el que blasfema hace “un agujero en el nombre”. Y en una interpretación libre podríamos decir: el que vacía a la palabra de su esencia. El que la deja sin contenido. Sin centro. Sin sentido.
Creo que es necesario quedarnos acá, en el llamado de conciencia que nos hace la Torá no sólo para advertirnos de no maldecir en nombre de Dios, porque blasfemia es mucho más que eso. Porque, aunque duela el texto bíblico y hasta nos dé vergüenza estar hablando de esto, la blasfemia no es sólo el habla profana.
Es mucho más que utilizar una palabra para hacer daño. Es mucho más que un insulto. Estamos hablando de vaciar las palabras, de dejarlas sólo con su fachada, sin contenido.
Por eso no es casual que esta parashá se llame Emor: “y les dirás…”
Y tampoco es arbitrario que esta persona sin nombre, catalogada como el blasfemo, sea hijo de Shlomit- (la que hace la paz) bat Dibri, hija de Dibri, hija de la palabra.
Quizás sean meras disquisiciones o quizás esta parashá, en este tiempo nuestro, sea la perfecta excusa de hablar de las palabras y de los modos de traicionar con ellas, diciendo sin decir, prometiendo sin comprometer…
Blasfemamos abusando del lenguaje, y ya el Talmud habla de esta transgresión como onaat devarim – el abuso, la violación con las palabras.
Palabras perforadas y vacías, nokvei shem, palabras manipuladas y exiliadas de sus sentidos producen el mayor de los daños.
Vivimos en un universo constituido por palabras; con mentiras, engaños, amenazas y maldiciones rompemos y deshacemos el poder de las palabras para conectarnos y sostenernos.
Los sostenedores de la verdad absoluta en nombre de Dios lo han vaciado de sentido, y lo cosificaron a su antojo para producir adeptos ciegos y tontos que siguen una forma, creyendo que ahí está la salvación.
Hoy estamos rodeados de blasfemos de guante blanco, pero no al modo del tiempo bíblico. Son los que se arrogan la utilización de las palabras sabiendo que les perforaron su significado.
Hay quienes acuñaron el término de “saciedad semántica”, explicando que en nuestro tiempo la gente está enferma de saciedad semántica, de tanto repetir una palabra que acabó por perder su significado, de tanto decir y no cumplir, de tanto pronunciar sin hacerse acto.
Blasfemar es repetir hasta el hartazgo la palabra justicia… cuando no tenemos dónde resguardarnos,
Blasfemar es llenarse la boca con la palabra responsabilidad, mientras lo que se muestra es sálvese quien pueda.
Blasfemar es hablar de inclusión con la puerta de tu casa cerrada.
Blasfemar es hablar de derechos cuando no te conmueven los que están doblados.
Las palabras horadadas nos lapidaron la confianza y la seguridad.
Así pasa con los cultores de los ritualismos. Rituales que usan palabras que están manchadas por el vacío de compromiso espiritual.
Así pasa con los discursos políticos que se llenan de palabras, en el mejor de los casos, para no decir, y en tantas ocasiones para ocultar lo que no se puede decir.
Blasfemar es haber inhibido a las palabras de su contenido, y por tanto su efecto.
Ya decía Lévi-Strauss, desde la antropología estructural, que la cultura es un sistema de comunicación que se rige por el intercambio de palabras, y cuando las palabras están agujereadas y por tanto vacías, ya no hay intercambio y nos quedamos solos.
Hay formas que quedaron obsoletas. Recuerdo en los actos patrios en mi escuela que quien conducía el acto decía: le damos la palabra a… y ahí venía el discurso.
Y también escuchaba a mis mayores que al comprometerse en cumplir cierto requisito decían: – Te doy mi palabra.
Dar la palabra era sagrado.
Vaciar la palabra de su sentido, es blasfemia. Entonces y ahora.
Quizás sea tiempo de repactar con el lenguaje.
De no dejarnos arrastrar por la incredulidad y la falsedad.
Fuimos creados con la palabra.
No la quitemos de nuestro inventario.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.