PARASHAT VAIESHEV: Si mi hermano no está, no tengo dónde ir

Una leyenda jasídica cuenta que el gran Rabino Baal Shem Tov [siglo XVIII], Maestro del Buen Nombre, también conocido como Besht, emprendió una misión urgente y peligrosa: apresurar la venida del Mesías. El pueblo judío y la humanidad estaban sufriendo, acosados por demasiados males. Tenían que ponerlos a salvo, rápidamente. Por entrometerse en el curso de la historia, el Besht fue castigado y desterrado junto con su fiel siervo a una lejana isla. En la desesperación, el criado imploró a su amo que ejerciera sus poderes misteriosos para llevarlos a casa. «Imposible», respondió el Besht, «Me han quitado mis poderes». «Entonces, por favor, recite una oración, una letanía, haga un milagro». «Imposible», respondió el Maestro, «He olvidado todo». Ambos empezaron a llorar. De repente, el Maestro se volvió hacia su criado y le preguntó: «Recuérdame una oración, cualquiera», «Si pudiera», dijo el siervo «Yo también he olvidado todo». «¿Todo, absolutamente todo?» “Sí, excepto…”, “¿Salvo qué?”, “Excepto el alfabeto”. En eso el Besht  gritó con alegría: “¿Entonces qué estás esperando? Comienza a recitar el alfabeto y repetiré después de ti». Juntos los dos hombres comenzaron a recitar, al principio en susurros, luego más alto: «Alef, bet, guimel, dalet”. Una y otra vez, cada vez más vigorosamente, con más fervor, hasta que finalmente el Besht recobró sus poderes, habiendo recuperado su memoria.

Esta historia, tan conocida, en cada época vuelve a ser leída de diferentes modos.

La trae Elie Wiesel, en su discurso cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 1986. Un texto que luego llamó Esperanza, desesperación y memoria.

Y cada tanto me gusta volver a leerla, para volver a leerme en ella.

Porque a veces siento que nos olvidamos de todo lo que podemos.  Nos han quitado nuestros poderes y no estoy hablando de dominios y poderío. Estoy hablando de la convicción de que podemos, que podremos en este tiempo del mundo y la humanidad que pretende imponernos la apatía o la desesperación.

Y viene Elie Wiesel, con la autoridad que tiene su pluma y su vida para decirnos que la desesperación, que es la emoción que viene de la falta de esperanza, tiene que ver con la desmemoria. Con dejar de recordar lo que sabemos, lo que somos, y el potencial que tenemos para – en el lenguaje de la leyenda- acercar la venida del Mesías, y en nuestro idioma, para salvar al mundo o al menos, para salvar a alguien en este mundo… y no se requieren grandes puestos de responsabilidad ni de influencia… precisamos volver al alfabeto, al formato más básico que nos constituye como seres humanos, para volver a creer que podemos aportar para que al menos alguien sea salvado.

Y en este Shabat de Parashat Vaieshev quiero focalizar en uno de los hermanos de Iosef.

¿Recuerdan a Iosef? Es el hijo preferido de Iaakov, fruto del vínculo con la mujer que ama, Rajel. Los hermanos deciden matarlo y arrojarlo a un pozo para luego alegar que una fiera lo habría devorado. Sus vestiduras, su soberbia, su arrogancia provocaron ese odio incontenible. Hay que matarlo. Y con el tiempo ya nadie se acordará de su petulancia. Matarlo y tirarlo al pozo. ¿Quién podría salvarlo? Y casi al borde del acuerdo, el mayor, el primogénito, aquél que teóricamente la línea sucesoria debería haberlo favorecido, Reuvén pide que no lo maten.

Así está escrito en la Torá:

Cuando Reuvén oyó esto, lo salvó de sus manos. Y dijo: —No lo matemos. —No derramen sangre; tírenlo a este pozo que está en el desierto, pero no le pongan las manos encima. Quiso librarlo así de sus manos y hacerlo volver a su padre. (Bereshit 37:21-23)

¿Quién es Reuvén?

Es el primer hijo de Iaakov, con Lea, la mujer que él no quiere.

Y concibió Lea- dice la Torá-, y dio a luz un hijo, y llamó su nombre Reuvén, porque dijo: (Ki raa Adonai Beoní) Ha mirado Adonai mi aflicción; ahora, por tanto, me amará mi marido. (Bereshit 29:32)

Reuvén es el que porta en su nombre la esperanza de que su madre sea mirada por su marido. Su padre odia a su madre. Le fue impuesta en lugar de su amada.

Y ahora, cuando el odio vuelve a ser el sentimiento que los convoca, él, Reuvén, reedita el mandato de su nombre. No puede dejar de ver, no puede mirar para otro lado.

Y en lugar de sumarse al plan de sus hermanos, intenta:No lo matemos. Lo tiramos al pozo. Que tenga su merecido y después lo retornamos a nuestro padre.

¿Si tuvo éxito el intento de Reuvén? En principio no. Porque cuando se distrajo, sus hermanos vendieron a Iosef a una caravana que iba para Egipto. Cuando volvió al pozo y no lo encontró, se rasgó sus vestiduras diciendo:

El joven no parece; y yo, ¿adónde iré yo?

Esto es lo que me conmueve de este personaje solitario, aparentemente secundario en esta zaga. Si mi hermano no aparece, ¿adónde iré yo?

No será acaso la pregunta que nos tenemos que hacer con todos los que no aparecen: porque la sociedad los dejan en las márgenes, porque la familia los desterró, porque su condición los exilió… porque no tienen plata, posibilidades, justicia, dignidad… y entonces, ¿adónde iré yo?

Así de básico -como el alfabeto- que nos recuerda que está en nosotros la posibilidad de combinar sonidos para que salgan de nuestro interior las mejores palabras,

que nos recuerda que lo más esencial de nuestra humanidad nos pide, nos clama intentar al menos, salvar a uno, mirar a quien está a punto de perderse, de desaparecer, de caer, e intervenir en la medida de nuestras posibilidades para protegerlo.

Qué fácil es esperar al tan mentado Mesías sentados de brazos cruzados rezando por un milagro.

Qué cómodo es escudarnos en las crueles decisiones de las mayorías que impotentizan cualquier iniciativa.

Y creo que esta impotencia nos obturó la esperanza, las ganas y la confianza de creer que se puede hacer tanto… pero tanto… si no dejamos que el odio siga matando, y hacemos oír nuestras voces  allí donde otros apuestan a la indiferencia y al olvido.

¿Si tuvo éxito el intento de Reuvén? Iosef fue salvado. Administró la crisis en Egipto. Sus hermanos fueron por comida. Se volvieron a unir. Se instalaron en Mitzraim y nos hicimos pueblo.

Un pequeño gesto, en el momento y el tiempo adecuado, de un hombre que no renunció a creer que podía hacer algo para salvar a un hermano, fue mucho más allá de lo que él podría imaginar.

Hoy estamos contando su historia.

¿Será que alguien alguna vez contará la nuestra?

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen